¿Pinocho?

¿Pinocho?
De ningún modo, es el canshapito posando con una su mascarita de parachiquito

lunes, 11 de abril de 2011

Casa de citas/ 49



Comer polvo por amor
Héctor Cortés Mandujano

En 8 ½ mujeres, de Peter Greenaway (2000), el padre llama al hijo para darle la noticia de que su madre murió, mientras dormía con él. Ambos flanquean el cadáver que parece dormir. Dice el padre:
            —Aquí pasé muchos años con ella.
            El hijo:
            —Parece que te la hubieras pasando durmiendo.
            Padre:
            —Aquí te procreamos.
            Hijo:
            —Entonces no estabas dormido.
            Padre:
            —Pero creo que tu mamá sí.

***
 Leo en una revista Vanidades, en el consultorio de mi dentista, la declaración de la actriz Megan Fox:
            —Si quieres razones para suicidarte, busca tu nombre en Google.

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El prestigiado Premio de Poesía Aguascalientes arrancó su historia en 1968. El primero en recibir esta distinción fue el poeta tuxtleco Juan Bañuelos, con su libro Espejo humeante. En “Parque zoológico”, de ese volumen, escribe estos versos entre paréntesis (aquí se los quito): “el viento de Tuxtla es un viento compadre: nos cuenta al oído lo que dice el pueblo”.

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En el ensayo que sigue a Zona sagrada, de Carlos Fuentes (Siglo XXI, 1967:193), Francois Bott cita un poema chino que me parece bueno y breve:
            La vida es la risa
            en los labios de la muerte.

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Tengo desde siempre, y se me acentúa con los años, una profunda desconfianza a la gente que se adhiere fanáticamente a una idea religiosa o política o que admira u odia algo sin más explicaciones que el vacío de su ser que necesita llenarse con algo que no produce por sí mismo. Me repugnan los fanáticos de equipos, cantantes, actrices, escritores; me hartan los fetichistas, los que quieren tomarse la foto con alguien para presumir que lo conocen, que alguna vez lo tuvieron cerca. Por eso no profeso ninguna religión ni pertenezco a ningún partido político ni soy parte de asociaciones ni grupos. Admiro ideas, libros, piezas musicales, luchas sociales y espirituales, gente, pero no soy fan de nadie, de nada. Me parece que los marxistas y los católicos a ultranza son la misma cosa; los que adoran al EZLN se parecen mucho a las muchachas que gritan cuando Luis Miguel aparece en el escenario. Ya he escrito antes de esto. En fin.
            Estoy de acuerdo, por tanto, en lo que Juan Carlos Onetti asienta en Dejemos hablar al viento (Espasa Calpe, 1999:16): “Desde muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. Quiero decir: a cualquiera que tuviese fe, no importa en qué cosa; a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos aprendidos o heredados. Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre. La fe los obliga a la acción, a la injusticia, al mal; es bueno escucharlos asintiendo, medir en silencio cauteloso y cortés la intensidad de sus lepras y darles siempre la razón. Y la fe puede ser puesta y atizada en lo más desdeñable y subjetivo. En la turnante mujer amada, en un perro, en un equipo de fútbol, en un número de ruleta, en la vocación de toda una vida”.

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Devastación, de Guadalupe Ángeles, ganó el Premio Nacional de Novela Breve “Rosario Castellanos” 1999. Es una historia sobre el fin de un amor, con un alto registro poético que quizás puede resumirse en el epígrafe de Anaïs Nin (Coneculta, 2000:16): “Estoy tan llena de mi amor… Al mismo tiempo noto que me estoy muriendo”.
            La mujer quiere matar dentro de sí misma el amor que siente por el hombre ido y para ello hace lo que sigue. No me gustaría, claro, caer en manos de una enamorada con estas ideas (p. 59): “Fui al laboratorio donde trabajabas. ¿Inútil? ¿Absurdo? Sí. Porque fui cuando no estabas y arranqué ratas y cobayos de sus jaulas. Tus compañeros, que me recibieron amables, al irme se miraron entre sí, extrañados, porque me llevé los animales conmigo sin preguntar a nadie ni justificar mi presencia; una vez aquí, en el jardín, cuando aún no se secaba, los sacrifiqué sin ningún temblor, sin un remordimiento, su sangre inocente que bañó mis manos era para mí la sangre de tus venas, que jamás me hubiera atrevido a derramar, pero que entonces, de no ser por el delicado hilo de una cordura tambaleante, bien hubiera bebido si fuera tuya. Y no era de tus venas, pero tú habías tocado los pequeños cuerpos que yo sacrificaba, hundiendo un cuchillo en la blanca pelambre”.

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Voy al cumpleaños del tío Tito Fernández. Frente a mí, en la carpa que armaron en el ancho patio del rancho, tía Panchita me cuenta una historia de amor no correspondido:
            —Mi hija empezó a trabajar en un pueblo cercano. Tendría si acaso 17 años. Dio en seguirla un viejo, de unos 45. La intentó abordar en la calle, pero a mi hija le dio miedo. El viejo, entonces, comía polvo con tal de seguirla cuando tomaba el autobús para venir a la casa. Averigüé su nombre: el viejo Zavala di en llamarle.
            Un día mi hija salió y volvió a entrar en mi casa muy agitada:
            —Mamá, ahí está el viejo.
            Agarré mi pistola y me fui a verlo. Estaba estacionado casi enfrente, con el brazo reclinado en la ventanilla. Le puse el cañón en la cabeza.
            —Vas a dejar de seguir a mi hija, porque la estás asustando; si no haces caso, te voy a dar un balazo.
            Se puso muy nervioso y me dijo lo más tranquilo que pudo:
            —Señora, no tengo malas intenciones con su hija; estoy enamorado de ella y quiero casarme.
            —¿Cómo vas a creer que te haga caso? Ella es joven y bonita, y tú eres un viejo.

No creas que cambió el hombre después de eso: seguía como perro atrás de mi hija. Otra vez agarré una botella y lo amenacé con quebrársela en la cabeza. Me dijo que su amor no ofendía a mi hija, que él era un hombre honrado y que iba a esperar a que ella lo conociera para que se diera cuenta de la verdad de sus sentimientos. Era educado y ni modo de golpearlo o insultarlo. Bajé la guardia.
            Dio en venir a visitarme y a repetirme que no haría nada malo en contra de mi hija, que le permitiera estar cerca. Me conformo con verla, me dijo. Educado el hombre, te digo. Hacía guardia en el trabajo de Irma y la seguía cuando se iba al camión, cuando llegaba a la casa. Nunca le dijo una mala palabra ni intentó agarrarla por la fuerza, pero familiares del pueblo donde trabajaba mi Irma me dijeron:
            —Creo que lo mejor, Panchita, es que saques a Irma de aquí. Este hombre si la ve con otro puede hacer un descalabro; tu muchacha corre peligro.
            Les hice caso y mandé a mi hija a la ciudad de México. A los dos días ya tenía al viejo Zavala en mi casa, llorando, suplicándome que le dijera dónde estaba. Le dije que la había mandado a Estados Unidos y que no iba a regresar. Le dije también que ya había averiguado que él había tenido una novia que era una buena mujer.
            —Cásate con ella y olvídate de mi hija. Nunca la vas a volver a ver.
            Lloró como niño y me visitó dos o tres veces más. Pasó el tiempo y un día que fui al pueblo donde trabajaba mi Irma me encontré al viejo Zavala, en el parque, con una niña en los brazos. Fue hasta mí y me contó:
            —Le hice caso y me casé con la mujer que fue mi novia, pero mi corazón le sigue perteneciendo a su hija, me voy a morir enamorado de ella.
            Por cambiar de tema, le hice cariñitos a la niña y le pregunté:
            —¿Cómo se llama?
            —¿Cómo más? Irma.

***
En Tratado sobre la infidelidad, de Julián Herbert y León Plascencia Ñol (Conaculta, 2010) un tipo paga a una prostituta cubana que al parecer empieza a gozar con el sexo oral que él le está practicando. Lo interrumpe (p. 34): “se enderezó de un golpe, cogió el condón que yo había puesto en el buró y me dijo: “Ya: póntelo y córrete”. “¿Por qué?” “Porque tú eres un turista; no me puedes tocar así.” “¿Por qué?” “Porque a mí los turistas me dan asco.”
            “Me ofendí tanto que de inmediato me surgió la idea de casarme con ella.”

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Aunque novela, El hombre es un gran faisán en el mundo (Punto de lectura, 2009), de Herta Müller, Premio Nobel 2009, tiene pequeñas historias. Me encantó “El manzano” (p. 44): “Antes de la guerra había un manzano detrás de la iglesia. Un manzano que devoraba sus propias manzanas”. Un guardia lo descubre y luego lo ven muchos más. Forman una comisión para terminar con este acto de pecado.
El árbol tiene “una boca en el extremo superior del tronco”. Lo vigilan y (p. 47) “cuando la boca hubo devorado su sexta manzana, el juez municipal corrió hacia el árbol y le dio un hachazo en plena boca”. El cura dice a la población que (p. 48) “el demonio está en ese manzano”. Lo queman.

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
           

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