¿Pinocho?

¿Pinocho?
De ningún modo, es el canshapito posando con una su mascarita de parachiquito

lunes, 19 de julio de 2010

Casa de citas (IX)


La comida y el humor
Héctor Cortés Mandujano


En su ensayo Hermann Broch, una pasión desdichada (Ediciones sin nombre-Conaculta, col. La centena, 2004) José María Pérez Gay cita una de las ideas del genial autor de La muerte de Virgilio (páginas 72-73): “Los escritores no conocemos la creación, no creamos obras de arte. Nosotros trabajamos. El trabajo consiste en escribir frases o palabras que hayan pasado unas diez veces por nuestro control, diez o cien veces, no importa, y controlar si hemos asumido cada una de esas palabras, si las hemos integrado a nuestro corazón”.
En Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy (Ediciones Cátedra, 1985: 156), en el segundo volumen (de los nueve que la componen), publicado originalmente en 1759, dice Laurence Sterne en boca de su personaje: “Escribir, cuando se hace cabalmente (como pueden ustedes suponer intento hacer yo), es como conversar. Igual que nadie que sabiéndose en buena compañía se aventuraría a acaparar la conversación, así tampoco hay autor consciente de las justas limitaciones del decoro y de la buena crianza, que pueda presumir de pensar en todo. El mayor respeto que puede tenerse a la capacidad de asimilación del lector exige, por consiguiente, compartir este quehacer amistosamente, dejándole algo de lo que uno mismo tiene que imaginar”.

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Digan lo que digan, siempre hay algo malo escondido en los hombres que huyen del vino, de las cartas, de las mujeres hermosas o de una buena conversación. Esos hombres o están gravemente enfermos o tienen un odio secreto a los que le rodean: Mijail Bulgákov, en El maestro y Margarita.

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Dorita, una querida amiga, nos invita a una cena. Alegre como es, cuando ve entrar a una mujer vuelve el rostro hacia mí y me dice:
—¡Qué bueno que vino ésta! ¿La conoces?
No, no la conocía. Doris la llama para que venga a sentarse con nosotros. Nos saludamos cortésmente. Tiene los ojos claros, está un poquitín pasada de peso, treintona, despide un agradable y suave perfume, tiene una embrujadora coquetería natural, y unos pechos opimos, generosos. Comienza a conversar y nos callamos para oírla construir historias que nos mantienen sonrientes primero, risueños después y ya, roto el turrón, a carcajada abierta.
Las historias que nos cuenta gravitan sobre su vida amorosa. Los hombres, según su versión, son maravillosos al principio y canallas al final. De todos modos, según nos cuenta, le encanta conocerlos a fondo. Los goza y los sufre sin medias tintas. Ha tenido varios y los abre en canal para divertirnos. Lo que dice lo hace con una teatralidad exacta, cuidando que su voz pase casi sin transición de la sensualidad al grito chillón, que sus ojos muestren la pasión y el desprecio con puntualidad. Es una conversadora magistral.
Dice: Ese hombre desgraciado fue el amor de mi vida. Ah, se perdió en mis pechos tantas veces, me hizo sudar y gozar y llorar. Fue de mis primeros, el maldito, tuvo esa suerte. No era guapo, pero tenía estilo, algo que muchos hombres ya no tienen. Ya es muy raro encontrarte uno que hable, se mueva, fume y tome sin perder la figura, el encanto; que te tenga en sus manos, que te haga temblar nada más con verte. Bueno, éste se sabía el numerito y me tenía rendida. Cuando vi que ya estaba entregada, pensé: “Tengo que probar si de verdad me quiere”, y terminé con él. Así hacemos las cosas las mujeres que sabemos lo que cargamos. Pues el menso, el babotas, el muy burro, no se dio cuenta de que yo lo que quería es que me rogara, y se fue. Lloró, pues, en mi presencia, pero no me insistió, no me pidió razones. Se fue en serio, no lo volví a ver hasta veinte años después cuando me lo encontré por pura casualidad. Mi corazón era un tambor sin ritmo. Él me vio y lo sentí caer; se recompuso, sacó fuerzas quién sabe de dónde para recuperar su estilo. Le dije:
—¿Te acuerdas de mí?
—Sí, dijo, nunca te he olvidado.
—Yo tampoco, le dije, mientras pensaba cómo me iba yo a desquitar de tanta espera (estuve entretenida con otros hombres, mientras tanto, no vayan a creer). Recorrí las posibilidades de motel cercano.
—¿Te casaste?, dijo.
—No, ¿y tú?
—Yo sí.
(Cerdo maldecido, ¿cómo pudo casarse? Pero faltaba que le hiciera la pregunta clave:)
—¿Y eres feliz?
Ni lo dudó, el muy rata de dos patas.
—Sí.
—Ah, pues qué bueno —le dije encabronada—, ojalá que sigas igual hasta el día de tu muerte.
Le dije adiós rapidito para que no viera que unas traicioneras lagrimitas estaban saliendo de mis lindos ojos. ¿Cómo puede ser feliz un hombre que me conoció y me perdió? Sólo que sea idiota, como ése.

Cuando nos despedimos, ya de madrugada, lo hicimos como si nos conociéramos de toda la vida. Luego del beso y el abrazo, nos quedamos unos segundos con las manos enlazadas. Le dije, frente a mi mujer.
—Estoy casado; si no fuera así, en este momento te pediría matrimonio.
Me dedicó una mirada plena de sugerencias y una sonrisa coquetísima.
Miré a mi mujer. Ella estaba concentrada en mi rostro. Sus ojos eran dos estiletes, dos dedos en el gatillo.

***
No recuerdo en qué momento empecé a leer a W. Somerset Maugham, cuentista y novelista de impresionante maquinaria narrativa; lo que sí sé es que ninguno de sus libros leídos hasta el momento me ha decepcionado. La editorial Sexto piso ha puesto de nuevo en circulación algunos de sus títulos (los magníficos El temblar de una hoja, y El estrecho rincón) con la elegancia bien pagada con que editan; sin embargo, en uno de esos botaderos que ponen en las ferias de libros, donde a veces hay perlas magníficas, adquirí, creo que por 10 pesos, Soberbia (editorial Reno, 1973), una novela que cuenta la imaginaria vida del pintor Charles Strickland, hombre normal hasta que a los 47 años abandona todo (negocio, mujer e hijos) para dedicarse, sin concesiones y sin pausa, a la pintura.
La historia en varios momentos hace referencia a Shakespeare (según la crítica, el bardo inglés es el más citado después de la Biblia, lo que puede constatar cualquiera que lea buenos libros), pero me llamó la atención una frase sin importancia que relacioné con una idea shakespereana. Un hombre, con justicia, va a echar a otro de su departamento y piensa (p. 46): “Mi instinto me dijo que debía elegir la hora con cuidado. Una llamada a los sentimientos de un hombre es difícil que tenga buen éxito antes de almorzar”.
En Comedia sexual de una noche de verano (de obvia alusión a una de las obras del llamado Cisne de Avón), Woody Allen hace decir a uno de sus personajes que una persona se desmayó cuando vio las pinturas de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina: “¿Había comido?”, es la pregunta inmediata.
Coriolano (UNAM, 1992), de William Shakespeare, nos cuenta sobre un hombre soberbio y de constante mal humor, pero un excelente guerrero, eso sí, capaz de vencer él solo en la batalla de Corioles (de allí el sobrenombre con que lo premian, pues su nombre es Marcio). Cayo Marcio, ya Coriolano, no hace caso a las peticiones de su esposa ni de su madre para dominar su furia; Menenio, un viejo que tiene influencia sobre él, razona (p. 414): “No se le ha entrevistado en buen momento; no había comido”; cuando le piden que sea él quien intente sofocar el encendido ánimo del guerrero pregunta al guardia que cuida el acceso (p. 418): “¿Puedes decirme si ya comió? Porque yo no querría hablar con él hasta después de la comida”.
De allí, pues, que antes del amor y los negocios, la tripa. Si la pretensión es que una dama nos acompañe a la cama, antes debemos hacerla pasar por la mesa. Un buen negocio se cierra luego del postre. Como dice Rius en uno de sus emblemáticos títulos, que parodia una frase histórica de Vicente Guerrero, La panza es primero.

Ilustración: Manuel Velázquez.


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