¿Pinocho?

¿Pinocho?
De ningún modo, es el canshapito posando con una su mascarita de parachiquito

lunes, 31 de mayo de 2010

Casa de citas (III)

Hombres que no florecen
Héctor Cortés Mandujano


Una conocida me contó que, cuando joven, tuvo un novio callado, impasible, hierático. No sabía si la quería —su mudez era impenetrable—, así que una noche decidió, “agobiada por los humos del alcohol”, descubrir si el hombre estaba o no enamorado de ella. Compró una botella de somníferos y decidió tomárselos todos; antes del efecto, que podía llevarla a la tumba si él no llegaba para salvarla, y siguiendo su plan chafa, marcó el número telefónico del susodicho.
No contestó, no estaba en casa (eran tiempos a. c., es decir, antes del celular). Volvió a su cuartito y se acostó, la cabeza le daba vueltas; se dio cuenta que podía quedarse dormida y ya no despertar. Regresó a la calle, con paso torpe; marcó de nuevo el número y nada. Volvió a su cuarto otra vez y allí reparó en lo inminente: sentía la lengua dormida y los ojos se le cerraban. Moriría, el tipo se enteraría tarde y ella no podría ver la desesperación que le demostrara palpablemente su amor o su indiferencia.
Como pudo llegó a un hospital:
—¡Sálvenme, me muero!
El doctor le preguntó qué había hecho y ella le entregó el frasquito vacío.
—Vamos a hacerte un lavado de estómago, no vas a morirte, pero ¿por qué lo hiciste?
Ella, con un acceso de llanto, contestó:
—¡Por llamar la atención!

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Charles Boudelaire murió en 1867; dentro de sus certezas no estaba que en el 2010 aún hubiera gente que escribiera tan mal. Anotó en “Del trabajo diario y de la inspiración” (aunque es parte del volumen Pequeños poemas en prosa, yo lo tomé de La jornada semanal 457, 7 de diciembre de 2003): Si se desea vivir en una contemplación tenaz de la obra del mañana, el trabajo diario aportará la inspiración; como una escritura legible sirve para aclarar el pensamiento, y como el pensamiento sereno y potente sirve para escribir legiblemente; porque el tiempo de la mala escritura ya pasó.
En “De los métodos de la composición” dice: Para escribir rápido, es necesario haber pensado mucho, haber cargado un tema con uno, en el paseo, en el baño, en el restaurante, y casi con la amante.
Y en “De las simpatías y antipatías”: El odio es un líquido precioso, un veneno más caro que aquel de los Borgia, porque está hecho de nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño, ¡y dos terceras partes de nuestro amor! ¡Es preciso ser avaro con él!

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Consejo del dramaturgo alemán Bertold Brecht, en La excepción y la regla (escrita en 1930): “En tiempos de desorden sangriento, de confusión organizada, de arbitrariedad consciente, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer natural, nada debe parecer imposible de cambiar”.

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En el terreno que rodea la casa donde vivo (o la mansión que habito, como dice elegantemente el poema de Machado) hay un árbol de nanchi copudo y ramoso; es de una belleza embrujadora cuando le llega el tiempo de florecer: logra unos amarillos delicados y otros rotundos; algunas de sus ramas semejan llamas naranjas y se vuelve en su extensión arbitraria un catálogo de matices coloridos. Es una delicia verlo. Sin embargo, llegada la fecha de dar frutos todo aquel esplendor florido se convierte en casi nada: cuatro o cinco nanchitos estíticos.
Don Rosario, un hombre que nos ayudaba en las labores de jardinería y aseo, me dijo un día que ambos veíamos el árbol hermoso: “Éste da pura flor y ningún fruto, porque es un árbol macho”.
La sabiduría proverbial de los viejos hombres de campo me ha llamado la atención desde niño. Ven un perro enfermo y dicen: “No tarda en morirse”. Ven el cielo: “En la tarde va a llover”. Y así.
No sólo los campesinos, sino también algunos literatos descubren con claridad los géneros arbóreos. Niko Kazantzakis, en La última tentación (Ediciones Lohlé-Lumen, 1973:94) dice: “Un gran granado cargado de frutos se alzaba en el centro del patio y a ambos lados de la puerta erguíanse dos sólidos cipreses, uno macho y recto como una espada, y el otro hembra con sus ramas extendidas y desplegadas”.
Pero mi nanchi, al menos, florece. Kazantzakis hace decir más adelante (p. 267) al hijo de María: “¿Acaso Dios no es todopoderoso? ¿Por qué no obra un milagro, por qué no toca los corazones para que florezcan? Todos los años, para Pascua, toca las cepas, las hierbas y las espinas y las hace florecer. ¡Ah, si fuera posible que una mañana los hombres se despertaran con el corazón florecido!”
Y encuentra Niko en su novela, que debe mucho a la Biblia, el género hasta en elementos impensables (p. 279): “Las aguas viriles del cielo caían para unirse con las aguas femeninas de la tierra”.

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Oigo por primera vez el CD Cine, de Eugenia León, y cuando llego a su versión de “¿Qué te ha dado esa mujer?” recuerdo dos películas donde la amistad masculina está a un paso del amor homosexual.
La primera, y obvia, es la que da título en este caso a la canción, dirigida en 1951 por Ismael Rodríguez, con Pedro Infante y Luis Aguilar, y la otra De aquí a la eternidad (From here to eternity), de 1953, dirigida por Fred Zinnemann (es súper conocido el beso que en la playa, con trajes de baño, se dan los protagonistas Burt Lancaster y Deborah Kerr, parodiado incluso en Shrek) en donde el soldado Prewitt (Montgomery Clift) es tan amigo de Maggio (Frank Sinatra, quien por cierto ganó un Oscar por esta actuación), que su amistad más parece noviazgo. La muerte de Maggio hace que toque la corneta con el rostro cuajado en lágrimas y se precipite a su dramático final. No llora, en cambio, cuando abandona a su mujer (Donna Reed, quien también ganó Oscar).
Ese sentido de amistad, por cierto, es común en muchas obras de Shakespeare. Hay declaraciones de amor entre hombres en Hamlet (Horacio quiere matarse cuando ve que Hamlet va a morir, y no lo hace porque éste le ordena que no lo haga), en Coriolano Aufidio le dice al que fue su enemigo (UNAM, 1992:388): “Sábete primero que amaba a la doncella con quien me casé; jamás un hombre exhaló suspiros más sinceros; pero ahora que te miro aquí, noble criatura, mi corazón transportado palpita con más fuerza que cuando vi a mi amada convertida en mi esposa trasponer mis umbrales”.
La más contundente es la que hace Basanio a Antonio en El mercader de Venecia (Comedias, Conaculta-Océano, 1999:86). Vean si no: “Antonio, soy casado, y a mi esposa más quiero que a mi vida; pero juro que no te estimo en menos que mi vida, ni que mi esposa, ni que el mundo entero. Lo perdería todo, lo daría todo a este demonio (se refiere a Shylock, el mercader) por salvarte”.
Ilustración: Manuel Velázquez.