¿Pinocho?

¿Pinocho?
De ningún modo, es el canshapito posando con una su mascarita de parachiquito

lunes, 22 de noviembre de 2010

Casa de citas/ XXIX

Ilustración: Mónica Robles Corzo

Torturas y regalos
Héctor Cortés Mandujano

En Historia de la tortura, de los albores de la humanidad a nuestros días, de Lewis Lyons (Diana, 2003), se trascribe un castigo del Código de Hamurabi, “escrito en Babilonia en lengua arcadia en 1750 a. C.” que supone incapacidad natatoria en las mujeres (p. 24): “Si una esposa es señalada como adúltera, será echada al río por el bien de su esposo aun si no se le sorprende acostada con otro hombre”. La mujer era echada al Éufrates. “De ser inocente, llegaba sana y salva a la otra orilla. De ser culpable, la corriente la arrastraba y moría ahogada”.
Es decir: si eras buena nadadora podías tener cuantos amantes quisieras.
“Dracón, cuyo nombre dio origen al término ‘draconiano’, adoptó con demasiado fervor la noción del castigo del Estado. En su código impuso la pena de muerte a casi todos los delitos, aun los más leves, como el hurto menor. Interrogado sobre el motivo de que sus castigos fueran tan crueles, respondió que la pena de muerte era apropiada para el robo de incluso una col” (p. 56). Tienen que leer a Dracón los del Partido Verde.
Las leyes de Manú, escritas tal vez en el siglo I o II d. C., son muy básicas: “Si por arrogancia (un hombre) escupe a un superior, el rey ordenará que le corten los dos labios; si orina sobre él, el pene; si suelta ventosidades contra él, el ano” (p. 74).
La Inquisición (p. 161) “se jactó de haber dado muerte a unas 30 000 brujas en un periodo de 150 años”.
La horca pública parece que fue muy popular como espectáculo, antes de que se usara la guillotina (p. 165). “La primera de las miles de víctimas de la guillotina fue Jacques Pelletier, un bandolero ejecutado el 25 de abril de 1792 en la Place de Grève de París. La ejecución fue rápida y eficientemente consumada, para desaliento del público que, desilusionado por la pobreza del espectáculo, coreó: ‘Que vuelva la horca de madera!’ ”

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Me ha ocurrido en varias ocasiones que gente a la que apenas conozco me regala cosas en fechas que no son ni están cercanas a mi cumpleaños. Cuando trabajaba en una oficina de gobierno me llamó la atención que dos personas que poco o nada tenían que ver con mi labor se dieran a la tarea que encontrar un regalo para mí. Varias mujeres, antes de que fueran mis amigas, me regalaron cosas sin motivo. En los dos casos siguientes, qué raro, se trató de dos hombres serios, sin el menor asomo de intenciones ocultas.
Mi secretaria me anunció que un intendente quería hablar conmigo. Que pase, dije. Entró y luego de saludarme noté su incomodidad para hallar la fórmula que explicara con precisión su presencia y el objeto que traía en sus manos.
—Lo que pasa es que, mire, yo he entrado varias veces a su oficina y he escuchado que usted escucha música, cómo le digo, fina, y también de otros que no son como conocidos por la gente; entonces, mire usté, anduve buscando qué regalarle y conseguí este disco que le traigo de obsequio.
—¿Para mí? Oiga le agradezco mucho, pero no es mi cumpleaños.
—No importa, lo conseguí para usté.
—Muchas gracias, y ¿necesitaba algo de mi parte, quiere que lo ayude en algo?
—No, nomás se lo traje, gracias por atenderme, ya no le quito su tiempo.
Así llegó a mis manos un disco de éxitos de Janis Joplin.

Una amiga, que trabajaba en una oficina cercana, me llamó para decirme que alguien quería entregarme un regalo, pero que le daba pena.
—Pues dile que no tiene que apenarse. ¿Quién es?
—El señor que bolea los zapatos.
—¿Tiene un regalo para mí?
—Sí, dice que se fue de vacaciones a Puebla y que allá te compró un disco.
—Órale, ¿y por qué?
—Dice que le caes muy bien.
Llegó el hombre, tímido, y me entregó un disco de Óscar Chávez.

Hubo otro que, en mi cumpleaños, me regaló un pequeño ataúd tallado a mano (y eso que, estoy seguro, no había leído ese gran relato de Truman Capote) que al abrirlo mostraba un muñeco de madera con una estaca en el corazón. Pero esa es otra historia.

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Una pinta, llena de ardor, en una pared de San Cristóbal: “Jovany, no vales la pena. Me da risa tu cosita”.

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En una comida conversé con don Enrique Mahr, quien tuvo un padre, tiene un hijo (estábamos, por cierto, en su casa) y un nieto del mismo nombre. Él me habló del libro y al día siguiente, como me ocurre con frecuencia, me hallé en una librería con el último ejemplar del mismo. Lo compré de inmediato y fue una muy buena compra.
El Archivo Municipal de Tumbalá, Chiapas 1920-1946, de José Alejos García y Elsa Ortega Peña (UNAM, 1990) es, sin darle vueltas, un magnífico volumen, una investigación prolija, una inteligente propuesta de edición. Cuenta documentalmente la historia de esa región y, a la par, la historia de Chiapas en tres lapsos: Del pinedismo al agrarismo (1920-1929), Movimiento campesino y Reforma Agraria (1930-1933) y La decadencia de las fincas cafetaleras (1934-1946). Hay, por supuesto, una introducción y otros textos que sirven para leer el meollo del libro: los documentos facsimilares, sin anotaciones, sin intervenciones.
Uno de los grandes méritos del volumen es su orden y lo atinado de la selección documental. Se lee como si fuera una novela colectiva. Las notas, cartas, oficios, informes logran armar con mucha coherencia lo que ocurría: “Hay algunos individuos de esta ranchería que [...] no tienen maíz y se estan muriendo de ambre (27 de marzo de 1920)”.
“...impedir hasta donde sea necesario y posible la salida de trabajadores nacionales con destino a los Estados Unidos de América, haciéndoles saber la escacez de trabajo existente y los requisitos que en todo caso hay que satisfacer para ser admitidos en territorio Americano, como son los de saber leer y escribir y el pago de ocho dólares por persona (28 de marzo de 1922).”
“...los terrenos ejidales con que cuenta este Municipio, son tan reducidos, que apenas nos basta para sembrar maíz y frijol que nos sirve para cubrir las necesidades y sustento de nuestros infelices hijos y no obstante de ser tan quebrados y estériles, hay por desgracia en este pueblo algunos ladinos que se apoderan de lo mejor de nuestros terrenos (28 de noviembre de 1927).”
“...sus puercos me perjudican y que procuraran ponerles narigueras para que así no puedan jociar la tierra [...] procuro no hacer ningún mal a estos pobres indios, pero como digo (...) ellos no hacen caso (11 de nobiembre de 1929).”
Es asombroso encontrar un Comité Director de la Campaña nacional Antichina, integrado por diputados (con nombre y firma), que dirige un oficio al Congreso de la Unión, el 13 de agosto de 1931, y explica que su objetivo principal es cooperar “en la plausible y vigorosa campaña que han emprendido en contra de los perniciosos e indeseables elementos chinos”. Puntualizan: es necesario “resolver el problema eliminatorio de los chinos”.
El agente rural M. Belisario Astudillo informa al presidente municipal, el 9 de junio de 1934: “me permito darle cierto informe de la conducta de este individuo, es uno de los llamados ‘HECHICEROS O BRUJOS’ y éste ha tomado como un ábito estar amenazando a todos”. No hubo que lamentar, dice, porque lo que pasó “no fué más que una leve disputa sin pasar a espeluznante tragedia”.
Llega la educación socialista, la quema de santos, los conflictos por tierras. Una maestra rural, Guadalupe López, se queja el 31 de mayo de 1937 con una ortografía que ya prefiguraba la escritura de algunos maestros actuales: “...la maestra y el Agente Rural, no disponen de ningun aucilio justo; nadie hovedese”.
Hablan de Domingo Montejo (en acta del 12 de agosto de 1943) “... em peso a pegar a dicha niña con tanta brutalidad que al otro dia amanesio muerta a consecuencia de la paliza que le dio”.
El libro cierra con el acta ministerial que da cuenta del ahorcamiento por mano propia del alemán Federico Schilling, en 1946, encargado de la finca El Triunfo. Año cero. Ha concluido la expropiación de latifundios, ha muerto la última finca cafetalera.

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En Mr. Vértigo, de Paul Auster (Anagrama, 1995: 72-73), Walt ha escondido el secreto de sus primeras levitaciones. Quiere contárselo a su amigo-hermano Aesop, pero quiere asegurarse que él no lo divulgue:
“—Levanta la mano derecha y jura que no se lo dirás nadie. Júralo por la tumba de tu madre. Júralo por el blanco de tus ojos. Júralo por el coño de todas las putas del barrio negro.
“Aesop suspiró, se agarró los huevos con la mano izquierda —así era como los dos hacíamos los juramentos sagrados— y levantó la mano derecha.”