¿Pinocho?

¿Pinocho?
De ningún modo, es el canshapito posando con una su mascarita de parachiquito

viernes, 17 de septiembre de 2010

El Canshape (XIII)


Un grito delictivo

Mientras la atención en seguridad se encontraba concentrada en el parque central y sus inmediaciones, debido al Grito de Independencia y la importancia política y económica que representan quienes asistieron al acto cívico, el resto de la ciudad capitalina estuvo a merced tanto de delincuentes, como de policías y taxistas, la noche del 15 de septiembre.
Como la mayoría de los que se precian de ser mexicanos, dispusimos con algunos amigos organizar un festejo para conmemorar 200 años como nación. Durante la reunión, que inició como a las 8 de la noche, no faltó comida, bebida y buena música. Así pasaron las horas y llegó el tiempo de partir. Acompañé a mi novia y a una amiga a la esquina de la 9ª Sur y 16 Poniente para embarcarlas en un taxi, porque, les dije, yo quería ir, aunque fuera a saludar, a la fiesta que organizó otro amigo. Eran las 2 am.
En ese sitio permanecí en espera de otro ruletero. Habían pasado pocos minutos cuando se detiene frente a mí una patrulla tipo pick-up de la policía municipal. Se bajan los oficiales y me dicen qué andas haciendo aquí. No, pues, esperando un taxi; ya me voy a mi casa, respondí con relativa calma. Te vamos a revisar porque hemos agarrado a muchos chavos portando armas y drogas, además estás bebiendo en vía pública. No es cierto, no he bebido nada desde que espero el taxi, pero está bien, revíseme.
—Contra el cofre, con las piernas abiertas —dijo el más grande y gordo, con aspecto de Capulina­—: Mira, donde te encontremos droga no te la vas a acabar —entendí que era su sistema de intimidación para con los sospechosos y que si respondía podría ponerme lo que coloquialmente se llama “4”, y como yo venía de una fiesta, tenía las de perder por el aliento—: Sos muy imprudente, precisamente en esta esquina hace unos días navajearon a un chavo —sus manos fueron directas a mi billetera, vaciaron todos los compartimientos, y extrajeron 400 pesos. Alcancé a ver de soslayo la repartición. Puede reclamar, pero la verdad “tuve miedo”, me podían golpear o complicar la noche con algún ardid—: Te vamos a llevar a un lugar donde agarres más rápido taxi, aquí es peligroso.
Me condujeron a la gasolinería que está por el puente blanco, el atirantado; allí se dirigieron al chofer de un coche que estaba estacionado y me recomendaron con él. El taxista puso en movimiento la unidad con rumbo a Yeguiste. El trayecto pareció de lo más tranquilo, pero casi al llegar le pregunto:
—Cuánto va a ser, amigo.
—100 pesos.
—Qué cosa. Si venimos del puente, a lo mucho son 40 pesos. No te voy a pagar.
—Ahora, por pendejo, son 200 pesos —y acelera el coche con rumbo al poniente, como quien va a la Feria Chiapas. Cierto pánico me invadió y quise ponerme a salvo en cuanto antes—.
—Sale, sale, ya estuvo. Déjame bajar. Acá están los 200 varos. No quiero problemas.
El ruletero se detiene, le doy el dinero y bajo del coche. Llego caminando a la otra fiesta, en la que estuve sólo un momento. Ya no estaba de humor como para seguir celebrando. Le pedí a mi amigo que solicitara un radio-taxi por teléfono, que se fijara bien del número económico, que preguntara cuánto iba a cobrar. En fin, si se miraba malo o no. Llegando a casa y al cerrar la puerta me sentí aliviado y con ganas de llorar. Son sentimientos incontrolables. Agradecí a Dios estar sano y salvo, y sentí pena por aquellos que son lastimados, con cuchillo o pistola, por mucho menos; por aquellos que como yo salen a divertirse y ya no regresan jamás a casa. Sentí pena, también, por los policías, que en lugar de ganarse la admiración de la gente, se ganan el miedo. Servidores públicos que se sirven públicamente, porque lo que ganan no les alcanza y tienen que, como puede ser este caso, asociarse con delincuentes disfrazados de taxistas.