¿Pinocho?

¿Pinocho?
De ningún modo, es el canshapito posando con una su mascarita de parachiquito

lunes, 21 de junio de 2010

Casa de citas (VI)

Onde rayo yo ¿quién raya?
Héctor Cortés Mandujano
Hace años conocí a Hugo Gutiérrez Vega, hombre de variado talento (diplomático, políglota, poeta, actor; desde hace años director de La Jornada Semanal) y el resultado fue una larga entrevista que publiqué en el extinto semanario Este Sur.
Entre otras cosas, la charla con él me hizo leer a ciertos poetas del siglo XIX y a partir de ello disfrutar uno a uno los poemas y los libros del inmenso Manuel José Othón. Me encuentro con una nueva charla de Gutiérrez Vega en Los escritores y sus lecturas (Conaculta, 2007) y por su recomendación (p. 87) leo a Ignacio Manuel Altamirano.

Para quienes crean que el pasado fue un dulce despertar de los sentidos, y que hombres y mujeres desparramaban ingenuidad, estas líneas de la novela Clemencia (Gómez-Gómez Hermanos Editores, sin fecha de edición), de Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), tal vez les hagan cambiar de opinión. En ellas conversan el bello y miserable Enrique Flores, y el feo y generoso Fernando Valle; la acción trascurre en 1863, hace más de doscientos años, y hablan de un romance en puerta.
Dice Valle (p. 35): “...Le pareceré a usted ridículo, pero la verdad es que mi corazón está virgen de todo amor.” Responde Flores: “¡Hombre! Ridículo, no; pero raro, sí, muy raro. ¡Un corazón virgen a los 25 años! ¡En este tiempo en que ya a los doce se tiene novia, y muchas veces querida! Convengo en que no haya usted amado, esta palabra ahora es convencional; pero habrá usted tenido una querida: ¿quién no tiene hoy, apenas llegada la pubertad, una triste querida?”

***
Hermosa flor de pitaya,
blanca flor de garambullo,
a mí me cabe el orgullo
que onde rayo yo ¿quién raya?
“El gavilán”, versos populares recopilados por Juan Rulfo

Nuestra querida amiga Linda Esquinca nos invita a cena deliciosa y vino tinto. El pretexto es regalarme una colección de discos con música de los cuarenta, que escuchamos mientras hablamos y comemos. Platicamos de charrería, ella por su práctica y yo por el recuerdo de mi padre. Ya hemos visto antes su colección de trajes y ahora nos comparte sus recuerdos sobre paseos a caballo. David Zaizar canta desde el aparato de música.
Le cuento que mi papá fue presidente, por años, de una asociación de charros y, aparte de un diestro hacedor de riendas y otras gracias, también fue domador de potros. Cuando enfermó y ya no pudo hacer ninguna actividad le propusieron poner su nombre al lienzo (así se llama al local donde se ejecutan las suertes charras) donde tanto trabajó y practicó, donde tantos amigos hizo. Querían que entregara su traje a un joven que tomara su lugar; que defendiera su nombre, su fama. Habló conmigo con seriedad y me propuso ser su sucesor. Yo tendría, tal vez, veinte-veintiún años. Quedé asombrado con su idea, le di las gracias y, por supuesto, me negué.
—Papá, yo voy a tirar tu nombre al suelo en un instante. Soy pésimo jinete, lo sabes. En cuanto raye el caballo (jalar las riendas para que, no siempre, levante las patas delanteras) me voy a caer.
—Si no eres tú, no quiero a nadie más.
—Pues será nadie, papá.

Pasó el tiempo, como dicen las telenovelas, y mi papá murió. Un día un amigo me invitó a un rancho a comer elote hervido recién cortado de la milpa. Los dueños del rancho eran, se supone, me dijo, familiares míos. Yo no los conocía. Llegamos y poco a poco me fui poniendo incómodo por las muestras de cariño que me dispensaban y porque no cesaban de repetir “eres igualito a tu papá”.
Como en esas películas donde es evidente que se va a poner a prueba la identidad del héroe, yo sentía cernirse sobre ese exceso de abrazos, sonrisas y celebraciones (“tu papá era un jinete chingón, nosotros lo queríamos como si fuera nuestro hermano”) algo que quizás terminara en desastre.
Uno de los anfitriones desapareció y al poco oí el silbido clásico de mi papá y me pareció escuchar su canto (se la pasaba silbando y cantando, y hacía muy bien las dos cosas). El primo más joven, que conocía muy bien el estilo de silbar y cantar de mi padre, venía montando un alazán enorme y brioso.
—¿Cómo lo ves, primo?
—Muy bonito.
—Se parece a uno que tuvo tu papá, por eso lo compré. Es un caballo charro muy entendido. Orita te lo ensillo pa’ que lo montes.
Mi mujer y mi hija me miraron con terror y el héroe (hagan de cuenta Clint Eastwood), o sea yo, permaneció impasible, con gesto hierático. Se reunió la pequeña población ranchera a ver al hijo de don Herminio Cortés, famoso jinete, que haría una demostración de su pericia vaquera.
Mi mujer me jaló del brazo y me dijo en voz baja:
—Tú no puedes subirte a ese caballo, te va a matar.
—Papi, no te subas, tú no sabes montar, dijo mi hija con un gesto de terror nada disimulado.
—Claro que sé —les dije—, fui toda la primaria a caballo, nací en un rancho.
—Esos son los cuentos —dijo mi incrédula e implacable mujer— que le cuentas a la gente para hacerte el interesante. No creo que puedas dominar ese monstruo.
Era inútil cualquier discusión. El primo ya había terminado de ensillar a la bestia hecha de músculos y brío, y me esperaba al pie del estribo.
Me subí, aquello se movía sin necesidad de tocarlo. La frase surgió con la naturalidad trágica que tienen las cosas irrenunciables.
Ráyalo, ¿no, primo?
El héroe hizo que el caballo diera la vuelta y trotara en dirección contraria a los espectadores. Cuando pensó que la distancia era ideal, clavó los talones en los ijares y el bólido equino se lanzó con fuerza hacia adelante. En el momento justo, con lo diestro que era, el héroe jaló la rienda y espero el brinco que suponía iba a ser grande, dadas las dimensiones del equino. Así fue. El caballo levantó las patas y luego las puso en el piso. El héroe (el que actuó por mí, mientras los demás pensaban que era yo el jinete) desde la montura sonrió ante los aplausos del respetable y luego levantó los ojos al cielo.
—Ésta fue por ti, papá.

***
Aunque no considera genio a Saramago, Harold Bloom (Genios, un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares, Anagrama 2005:704), dice, opinión que no comparto, que es “el mejor novelista vivo”; piensa que El año de la muerte de Ricardo Reis, de José Saramago (Suma de letras, 2002), es “una soberbia fantasía sobre Pessoa”.
Ricardo Reis, lo sabrá quien sepa algo de poesía, es uno de los heterónimos del grandioso Fernando Pessoa, ese portugués que para escribir su obra inventó otros nombres, otros poetas, a quienes hizo una biografía que los separara de su propia vida y estilo. Saramago, en su novela, usa para su ficción lo que supone ya sabrán los lectores de los conflictos bélicos de España, Alemania y el Portugal de esos años (los casi cuarenta) y de la vida de Pessoa, a quien diferencia de Reis, pues en la novela uno está muerto y el otro vive en la realidad de su país. La ironía es sutil: murió el real y vive el de mentira.
La novela trascurre casi sin sorpresas, pero la prosa de Saramago, en este libro (en general no me gustan sus novelas, pero me han regalado varias), tiene vitalidad, humanidad, expresividad. Aunque no es un asunto original revivir muertos, aquí sí se vuelve original hablar de dos hombres (uno real, Pessoa, y otro inventado, Reis) como si en realidad no hubieran sido el mismo.
Por otra parte es reconfortante que su historia no esté escrita en defensa de su militancia política (Saramago es elemental, maniqueo, de güeva en sus declaraciones “comunistas”) ni se detenga demasiado en la posición antagónica del poeta monárquico. La novela vale mucho la pena.

Ilustración: Manuel Velázquez.

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com