¿Pinocho?

¿Pinocho?
De ningún modo, es el canshapito posando con una su mascarita de parachiquito

lunes, 6 de diciembre de 2010

Casa de citas/ XXXI

Ilustración: Mónica Robles Corzo

El gang-bang
Héctor Cortés Mandujano

El gang-bang, según la revista Algarabía 69 (p. 113), es la “violación de una mujer por varios hombres”. Dos libros disímbolos y desde distinta perspectiva lo abordan: Crónicas de Abisinia, de Moses Isegawa, y La grieta, de Doris Lessing.
El autor de Crónicas... ha sido comparado, en el ya enmohecido subgénero del realismo mágico, con García Márquez y Salman Rushdie (el “realismo mágico habla de la miseria, clasificación literaria que fascina a muchos lectores europeos”, dice Dolores Boschisans, en Cómo traducir la obra de Juan Rulfo, Praxis, 2000:17).
Para no decepcionar a sus críticos, Isegawa arranca muy Cien años de soledad esta novela río (p. 11): “Mientras desaparecía entre las mandíbulas del enorme cocodrilo, tres últimas imágenes pasaban como un relámpago por la mente de Serenity: un búfalo medio podrido lleno de agujeros de los que salían ristras de gusanos y enjambres de moscas; su amante de antaño, la tía de su esposa perdida; y la misteriosa mujer que, en su infancia, lo había curado de su obsesión por las mujeres altas”.
Fuera de ese fardo —pertenecer al realismo mágico— que a estas alturas nadie debería cargar (salvo que se busque sólo entretener audiencias semi analfabetas) la novela de este hombre de Uganda, nacido en 1963, ahora holandés, narra el durísimo, brutal y miserable antes, durante y después de la dictadura de Idi Amín Dada.
La historia no inicia en años muy remotos, sino en 1971. El tío del narrador, que muy bien podría ser el propio Moses, cuenta sobre (p. 16) “casitas en arrabales, en las que vivían diez personas en situación de extrema pobreza, sin intimidad alguna, donde los padres follaban en presencia de sus hijos, que en esos casos fingían dormir. Contaba historias de mujeres a las que hacían abortar en garajes. Allí metían tallos afilados de plantas o radios de rueda de bicicleta en el útero de esposas adúlteras o hijas casquivanas, quienes en ocasiones pagaban su error con una hemorragia fatal”.
Algo más sobre las mujeres africanas (p. 433): “merecían una medalla de oro por la manera en que disimulaban el sufrimiento: la idea de orinar durante veinte minutos, gota a gota, como hacían esas mujeres a las que de niñas les habían cerrado la vulva para prevenir las relaciones sexuales antes de matrimonio, me llenaba de admiración”.
En Uganda también debe enseñarse la sábana manchada de sangre en la noche de bodas, como ocurría (o sigue ocurriendo) en algunas comunidades de México. Serenity (papá de Mugesi, el narrador) no puede desvirgar a la novia y es la tía de ella —quien después se convertirá en amante del nuevo sobrino político—, al lado de la cama como testigo de que la penetración ocurra, quien consigue la erección necesaria para la desfloración. La intimidad primera, por costumbre, no existe.
Serenity dice, casi al final de la novela (p. 587) que “había que rebautizar Uganda y llamarla Abisinia: el país de los abismos”. Muchas páginas las ocupa la muerte, la represión, la guerra, la bestialidad de los soldados en materia sexual. Un amigo de Mugesi le cuenta sobre ello (p. 515): “Estás tan salido que crees que te volverás loco —dijo, mordiéndose el labio inferior con expresión pensativa—. La hembra más fea te parece una diosa surgida de un sueño erótico. Algunos eran capaces de tirarse un perro, te lo aseguro”.
No es extraño, entonces, que entre siete soldados violen a Kasawo, tía de Migesi (p. 419): “Primero fueron una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete eyaculaciones furiosas, espesas como papilla. Luego uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete chorritos menos urgentes y densos. Por fin llegaron uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete gruesos goterones aguados. En sesenta y ocho minutos de acción ininterrumpida se vertió medio litro de semen; el cuello del útero fue alcanzado más de dos mil trescientas veces; los pechos sufrieron ciento noventa y cinco pellizcos y el clítoris sólo fue rozado en cinco míseras ocasiones”.

He leído varias novelas de Doris Lessing (nació en Persia en 1919, Premio Nobel de Literatura 2007) y, unas más, otras menos, todas me han gustado. La más floja, me parece, es La grieta (Lumen, 2007), construida a partir de una idea que tal vez hubiera estado mejor desarrollada en un cuento. No da para mucho. En Suspense (editorial Norma, 2010), de Patricia Highsmith, esta gran autora de novelas policíacas que dedica este libro a mostrar su cocina literaria, hay un consejo que pudo servirle a Lessing (p. 46): “La mayoría de los novelistas tienen muchas ideas breves e insignificantes, que no pueden ni deben convertirse en libros. Con ellas, no obstante, pueden escribirse relatos cortos buenos y hasta excelentes”.
La anécdota de la Premio Nobel, muy reiterada en las 260 páginas, es que las mujeres, grietas, fueron las primeras en la creación y no necesitaban a hombres, chorros, para reproducirse. Aparecieron éstos y las mujeres se les rindieron, el mundo se descompuso. Lessing es inteligente y creativa, pero esta novela es muy elemental. Se puede leer con el cerebro apagado. No enfada, no incita, da flojera, no propone ideas novedosas. Parece un libro que le pedían y ya le habían pagado. Me imagino al editor: “Déme, doña Doris, lo que tenga, se va a vender”. En fin.
Aquí su gang-bang (p. 58): “uno de los captores tumbó a la mullida y escurridiza fémina, y en un momento ya tenía el chorro dentro de ella. En un instante lo sacó y otro ocupó su lugar. La violación masiva continuó y continuó; alimentaban un hambre que parecía que nunca iban a saciar. Algunos muchachos que habían penetrado en el bosque para recoger frutos regresaron, vieron lo que estaba sucediendo y muy pronto entendieron y se sumaron. Ella ya no se retorcía ni daba puntapiés ni gemía, sino que permanecía quieta, y entendieron, pero no de entrada, que estaba muerta. Y después, pero no de entrada, que la habían matado”.

Mugesi (quien, por cierto, como Moses Isegawa, se nacionaliza holandés y cambia su nombre por el de John Kato) visita la tumba de su abuela, con quien aprendió el oficio de partero. A la abuela la asesinaron, nadie sabe quién. Queda solo (p. 368): “Por un instante esperé que el espíritu de aquella anciana se levantara y agitara las hojas de mi árbol favorito. Que hiciera algún milagro. No ocurrió nada”.
Esto me hizo recordar que, hace años, vigilé la agonía de mi suegro. Luego de que él murió empezaron a ocurrirme cosas raras (oía voces cada vez más claras y cercanas donde nadie había) hasta que mi cuñada nos llamó y dijo que no cesaba de soñar con su papá, quien le pedía que yo fuera a visitarlo al panteón para darme las gracias. La idea me gustó. No siempre se tiene la posibilidad de echar un vistazo a los asuntos de ultratumba. Me acompañaron mi mujer y mi cuñada. Estuvimos un momento los tres. Les pedí que me dejaran solo ante la tumba. Agucé mis sentidos para ver, oír, sentir con atención si un pájaro cantaba anormalmente, se movía la tierra, caía una rama. Nada.

***
Mi mujer se ocupa de la comida, mi hija hace el aseo en otra parte, yo barro el corredor de mi biblioteca. Esperamos visitas. Arrastro un gusano blanco con la escoba. Todos los gusanos se harán mariposas me dijo una amiga bióloga y éste, repugnante, puede transformarse en una hermosura. Fragmentos de una flor minúscula, que subió al techo de teja, han caído sobre el piso de ladrillos. Rojo mexicano es la florecilla. Le encantaba a mi abuela paterna. Pienso, ¿le gustará a una muchacha de ahora de, digamos, 20 años? Se me ocurre un cuento breve. Lo escribo después de bañarme y antes de que lleguen los invitados. Helo aquí:

Sensibilidad femenina
El asunto estaba apalabrado. Le dije: tengo un depa, vivo solo, hay bebidas suaves y duras, me gusta el sexo seguro.
Ella aguantó a pie firme mi andanada, sonrió, me guiñó el ojo, me sopló un beso con su mano izquierda y me dijo:
—El jueves llego. A la diez de la noche. A ver si como roncas, duermes.

Hice un camino de pétalos de rosa suave, pastel, de la entrada a la recámara. Olía delicioso. Justo a la diez sonó el timbre. Era ella. Entró, vio la vía alfombrada de pétalos. Hizo una mueca de disgusto:
—Qué cochinero. Ni porque voy a llegar, barres, carajo.

***
A propósito, Maddalena, italiana de 20 años, llega de visita a nuestra casa. Todos los tópicos en su cara y cuerpo: ojos verdes, nariz afilada, alta y delgada. Su compañera de viaje, nuestra querida amiga Adela, pontifica cada vez que se refiere a ella: No se cansa, tiene 20 años; casi no come, tiene 20 años; casi no duerme, tiene 20 años.
Maddi, como la llamamos, toma fotos de cuadros y objetos de la casa, que le llaman la atención. Se sorprende con casi todo. Exclama admirada por los árboles, por los libros, por una fotografía, por un cuadro. Hacia la una de la mañana se retira a dormir, mientras nosotros seguimos conversando en la sala. Son las dos, tal vez, cuando Adela va a entrar al cuarto que les arreglamos para que descansen. Le digo que no encienda la luz para no despertarla, que se guíe con el resplandor de su celular. Desestima mi sugerencia.
—Voy a encender la luz. No se despierta. Tiene 20 años.

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