El cisne ciego
Héctor Cortés Mandujano
Dice Rosario Castellanos en “Aventura del libro” (Mujer de palabras. Artículos rescatados de RC, volumen I, 2003:35): “Y me arrojé sobre Homero con Furia. Y cuando después de páginas y páginas describiendo las armas de los contendientes de las batallas o remontándose a los árboles genealógicos extraía una sencilla frase: ‘el mar innumerable’, ‘la de los rosados dedos’ o tantas más, suspiraba recompensada como el que encuentra una perla después de abrir muchas ostras. Pero aunque me hubieran sometido a un potro de tormento no hubiera estado de acuerdo jamás entonces con quien afirmara que Homero como cualquier poeta de idénticas dimensiones a las suyas, me aburría espantosamente”.
Como mi placer cotidiano es leer y leer (aunque, en efecto, en ocasiones para que aparezcan las perlas literarias tengo que abrir muchas ostras-hojas), me he detenido en algunas líneas que me gustaría compartir contigo lector, lectora. Espero que no te aburras. Bienvenido a mi caza, a tu casa de citas.
No hay que creerle mucho a Rosario cuando habla de aburrimiento en la lectura. Era una lectora voraz, como lo atestiguan sus libros ensayísticos, particularmente El mar y sus pescaditos, y Mujer que sabe latín (FCE, 1984) en donde comenta, casi exclusivamente, sobre libros escritos por mujeres (hay textos que evidentemente se salen del tema); su análisis a veces se enfoca más en la persona de la escritora que en sus escritos y, en varios casos, los libros comentados nomás son pretextos para desarrollar sus ideas personales acerca del papel de la mujer en la sociedad. Dice, por ejemplo, en “La participación de la mujer mexicana en la educación formal” (p. 40): “La maternidad no es, de ninguna manera, la vía rápida para la santificación. Es un fenómeno que podemos regir a voluntad. Y sepamos, antes de tener los hijos, que no nos pertenecen y que no tenemos derecho a convertirlos en los chivos expiatorios de todas nuestras frustraciones y carencias sino la obligación de emanciparlos lo más pronto posible de nuestra tutela.
“Y en cuanto a los maridos no son ni el milagro de San Antonio, ni el monstruo de la laguna negra. Son seres humanos, lo cual es más difícil de admitir, de reconocer y de soportar que esos otros fantasmas que nos hacen caer de rodillas por la gratitud o que nos echan a temblar por el miedo. Seres humanos a quienes nuestra inferioridad (la cursiva es mía) les perjudica tanto o más que a nosotras, para quienes nuestra ignorancia o irresponsabilidad es un lastre que los hunde.”
Dura la Chayito, ¿de veras la habrán leído las tantas que pululan por allí enarbolando, en su nombre, banderas feministas?
En este volumen, por cierto, dedica un artículo a Doris Lessing, la escritora inglesa que para muchos fue conocida a partir de que, en el 2007, ganó el Premio Nobel de Literatura, otra feminista que da fuertes latigazos a las mujeres que quieren tomarla de bandera, y de quien hablaremos con seguridad en cualquier momento.
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Hay gente obvia que persigue a quien admira para arrancarle un autógrafo o tomarse una foto; algo deplorable, según yo. Hay, en cambio, la vez en que uno se halla frente a un verdadero artista y el instante queda grabado en la memoria.
Isaiah Berlin, antes de convertirse en el personaje que fue, conoció a Anna Ajmátova. Visitó San Petersburgo y alguien lo llevó a la casa de la poeta, cuenta Jesús Silva-Herzog Márquez, en La idiotez de lo perfecto (Fondo de Cultura Económica, 2006:127). Él está en una habitación, a la espera. “Entonces apareció: la mayor poeta rusa del siglo XX. Berlin la describe como una ‘mujer majestuosa de cabello gris’. Una ‘reina trágica’ que se desplazaba lentamente con una inmensa dignidad. Sus rasgos hermosos y tristes, su expresión severa y suave”.
Gueorgui Adámovich, en Letras Libres (número 115, julio 2008:43), también habla del impacto de verla, de convivir con ella: “Me sorprendía con su apariencia. Ahora, en lo que se escribe sobre ella, a veces la llaman una belleza; no, no era una belleza. Era algo más que una belleza, mejor que una belleza. Nunca vi a otra mujer que, por su rostro y su aspecto, por su fuerza expresiva, por su genuina inspiración, que de inmediato llamaba la atención, se distinguiera entre todas las mujeres”.
Algo similar ocurrió conmigo con otra mujer. Hace años fui a La Habana (a mero Cuba, como dice un compa de Villaflores), a un encuentro de intelectuales. Se abordarían, en distintas mesas, cuestiones sobre la literatura, la pintura, las artes. En el auditorio Carlos Marx, en la inauguración, tuvimos lugar especial para escuchar el largo discurso de Fidel Castro. En los pasillos del hotel donde se celebró la convención uno se encontraba con gente famosa.
Entré en unos de los salones donde se hablaría de teatro. La mesa, dijeron, la presidiría un personaje cubano de importancia. No se dijo quién. Y entró, majestuosa, erguida, con una pañoleta ajustada a su cabello, la impresionante bailarina Alicia Alonso. Yo estaba en primera fila y quedé impactado con su movimiento, primero, y con su rostro, después. Parecía un cisne. Los ojos eran impresionantes: expresivos, parecían alumbrar lo que veían. Confesó que estaba perdiendo la vista, que no podría leer el texto que le pusieron enfrente. Uno de los organizadores le dijo que no importaba, que querían nada más tenerla allí para gozar de su presencia. Ella habló de su experiencia como bailarina, como maestra; del ballet de Cuba, de los jóvenes que habían abrazado esa carrera. Quedé seducido, también, ante su voz. No sé lo que dijeron los demás. Me dediqué a mirarla todo el tiempo. La tengo en mi memoria.
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Tom Wolfe fue uno de los renovadores del periodismo norteamericano en los años 60 (junto con Norman Mailer y Truman Capote, por mencionar a los más conspicuos), que al final renovaron el periodismo en todo el mundo. Aparte de reportero y cronista, Wolfe es un novelista extraordinario. En su debut triunfal escribió La hoguera de las vanidades (Anagrama, 1992), una gran novela donde uno de los personajes, Peter Fallow, es periodista. La opinión de Tom sobre quienes se dedican a esta actividad no es muy buena. Los llama “moscas de la carne”. ¿Moscas de la carne? (533-534): “Los periodistas. Me divierte ver lo mucho que se preocupan esos... insectos por lo que ocurre a nuestras almas. ‘¿Estamos siendo demasiado agresivos, desalmados, fríos?’, parecen preguntarnos... como si la prensa fuera una bestia rapaz, como si fuese un tigre. Estoy convencido de que a los periodistas les encanta que la gente piense que están sedientos de sangre. Se sienten adulados por el miedo que inspiran a los demás. Pero no son tigres exactamente. Son más bien moscas de la carne. En cuanto captan el olor, comienzan a revolotear en enjambre. Si les pegas un manotazo, no hay peligro de que muerdan. Se esconden donde pueden y luego, en cuanto vuelves la cabeza hacia otro lado, se lanzan otra vez sobre ti. Son moscas de la carne”.
Ilustración: Manuel Velázquez.
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