Hace muchos años leí con enorme gusto El varón rampante (Seix Barral, 1985), de Ítalo Calvino, la historia de Cósimo Piovasco de Rondó, un muchacho que en un inicio por berrinche decide subirse a un árbol (de ahí lo de rampante) y no bajar ni para comer. Era 1767 y por eso halló bosques por doquier que permitieron la hazaña. Ya alejado del capricho, Cósimo descubre las maravillas de la vida arbórea y con ello reinventa su existencia y reformula el mundo hasta su deceso que, por no querer tocar tierra, ocurre en el mar. La historia, contada por su hermano, concluye a principios del siglo XIX y hay una nota sobre la desaparición de “aquellas verdes cúpulas” (p. 245): “Se diría que los árboles no han resistido, después de que mi hermano se marchó, o que los hombres han sido presas de la furia del hacha”.
Muchos años más tarde, y en una especie de homenaje, Alejandro Baricco escribió Novecento. La leyenda del pianista en el océano (Anagrama, 1999) historia de un hombre de extenso nombre, Danny Boodmann T. D. Lemon Novecento, pianista asombroso, nacido en un barco, quien por decisión propia vivirá hasta su muerte en su embarcación natal. Aunque la historia se escribió originalmente para teatro (Baricco reescribió también Homero, Ilíada, que en monólogos cuenta, como la original, la guerra de Troya) ya la han vuelto película. Dice Novecento (pp. 76-77): “No estoy loco, hermano. No estamos locos cuando hemos encontrado el sistema para salvarnos [...] acabó mi tierra, para siempre, dondequiera que se encuentre”.
Me parece que entre ambos autores, ambos italianos; que también entre Cósimo y Novecento, sus criaturas, hay una invisible estafeta.
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Me entero de que entregarán un premio literario y oficial a un médico “por sus libros inéditos de poesía”. Es una broma, pensaría cualquiera con dos dedos de frente. Si viviera en otro país o en otro estado, confieso que lo dudaría. ¿Cómo premiar a una persona por los libros que nadie ha leído? Una de las instrucciones básicas para vivir en Chiapas es que aquí todo es posible. Todo.
Propongo que se debe premiar a los arquitectos por los edificios que no han imaginado, a los novelistas que jamás han escrito una novela, a los actores de teatro que nunca han estado en escena.
Ya puestos a premiar deberían escogerse a muchachos de secundaria y premiarlos por todo aquello que quizás en el futuro hagan; celebrar el día de las madres en los jardines de niñas, considerando que quizás muchas de ellas se vuelvan madres en el futuro.
Propongo que se entreguen Oscar honorarios a quienes tengan intenciones de hacer cine y se instituya el Premio Nobel de Chiapas para aquellos que tal vez dentro de cincuenta, cien, doscientos años, no importa, puedan destacar en algo.
Propongo que celebremos la primavera en diciembre y la navidad en agosto (mes que casi ni tiene celebraciones); propongo también que construyamos una enorme iglesia para un santo que todavía no lo es y que nos declaramos sede de los juegos olímpicos de 2100, antes de que algún otro vivo se nos adelante.
Propongo, ya encarrerado, que nos declaremos los reyes absolutos del analfabetismo y que ya, nunca más, se editen nuevos libros. No hacen falta para otorgar premios literarios. Propongo que este premio, al premiado y a los premiadores los inscribamos en el Libro de Récords Guines (para que el premiado y sus adláteres aparezcan por lo menos en uno de esos despreciables artefactos que, pura lata, deben escribirse y leerse para que tengan algún significado. Y además están llenos de pura letrita, qué ganas de joder). También iba a proponer un plebiscito para cambiar el nombre de Ocozocoautla por el de Coita, pero ya se me adelantaron.
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Stephen Vizinczey nació en 1933, en Hungría. Resume su vida en “Los diez mandamientos de un escritor” (Verdad y mentiras en la literatura, Grijalvo, 1988:9): “A la edad de los veinticuatro años, tras la derrota de la Revolución húngara, me encontré en Canadá con unas cincuenta palabras en inglés. Cuando me di cuenta de que era un escritor sin una lengua, subí en ascensor al último piso de un alto edificio de Dorchester Street en Montreal, con la intención de arrojarme al vacío. Al mirar hacia abajo desde la azotea, con terror ante la idea de morirme, pero todavía más de romperme la columna vertebral y pasar el resto de mi vida en una silla de ruedas, decidí tratar de convertirme en un escritor inglés. Al final, aprender a escribir en otra lengua fue menos difícil que escribir algo bueno y viví durante seis años al borde de la miseria antes de estar listo para escribir En brazos de la mujer madura”.
En brazos... fue un súper éxito en crítica y ventas. En su segunda novela, Un millonario inocente (Grijalvo, 1991), Mark Niven encuentra un tesoro en el fondo marino y ha pensado apoyar, entre otras cosas, a la educación superior. Un viejo millonario le aconseja que no (p. 287): “Nunca dé dinero a universidades. ¡Cuando era joven, perdí millones por atender doctos consejos! Un tonto analfabeto puede ser un tonto útil, puede fregar suelos; pero un tonto con un doctorado es mortal. Los especialistas en ciencias sociales, los terroristas, los sociobiólogos, los marxistas, los psiquiatras, los charlatanes de todo cuño, todas estas hordas de parásitos salen de las universidades. ¿Y sabe por qué? Porque la estupidez no se cura con libros, sino todo lo contrario: la educación superior la agrava. ¡Nada de becas, recuérdelo!”
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La novela Ayer no te vi en Babilonia, de Antonio Lobo Antunes (Mondadori, 2007) tomó su título del letrero que en escritura cuneiforme, en un fragmento en arcilla, alguien escribió 3 mil años antes de Cristo. Algunos de esos textos han cruzado épocas, siglos, como el que asienta Kenneth Rexroth en Recordando a los clásicos (FCE, 1993:81) escrito en una estela de Corinto: “Esta piedra menuda, amado Sabino, es todo el testimonio de nuestro amor inmenso. Siempre te echo de menos; y espero que no bebas del Leteo y me olvides, cuando bebas las aguas de la nueva muerte”.
Más cerca en el tiempo y en el espacio hace unos días me encontré escrito sobre una banqueta de la Novena Sur (frente a un lote baldío, antes de llegar a Grease Monkey, a la vuelta del Noticias) de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, un recado que, salvo que arranquen la banqueta o borren el texto, tendrá quizá más vida que su autor. Dice así: “Soy hondureño gracias a Dios. Por él estoy aquí. No temo a nada porque Jeová (la cursiva es mía) vive en mí. 2000. José FVV”.
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Guillermo Fadanelli, mexicano, autor exitoso de muchas novelas, escribió un raro libro de aforismos: Dios siempre se equivoca (Joaquín Mortiz, 2004). “Cada aforismo es un universo condensado donde las explicaciones están de más”, dice Fadanelli en el preámbulo. Dos muestras que incluso he condensado:
1). “Las mujeres odian a los hombres que se les acercan desinteresadamente” (p. 17), y
2). “Nada hay más práctico que una buena teoría” (p. 21).
Ilustración: Manuel Velázquez.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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