¿Pinocho?

¿Pinocho?
De ningún modo, es el canshapito posando con una su mascarita de parachiquito

domingo, 6 de junio de 2010

Casa de citas (IV)

La felicidad en el arte
Héctor Cortés Mandujano


Termino de leer Nadie me verá llorar, novela que dio merecida celebridad literaria a la escritora mexicana Cristina Rivera Garza; leo al final la ficha de muerte de Matilda Burgos, la mujer que vivió el amor lésbico, el amor con un hombre, la prostitución, la locura, la muerte en soledad; y siento la esperanza de otra vida en Joaquín Buitrago, morfinómano, fotógrafo de tristezas, su último amante. Me gustó.
Todavía con el regusto de esta historia de amores condenados doy vuelta a la página en blanco previa al cierre del libro. Tiene anotaciones mías. Son frases de la cinta Memorias fugitivas (Fugitive pieces), coproducción Canadá-Grecia, escrita y dirigida por Jeremy Podeswa, anotadas al vuelo después de la función. La historia es conmovedora y aunque gravita sobre la matanza, la diáspora judía, no es melodramática ni cursi. No me lo pareció. Un niño judío es rescatado por la generosidad de un arqueólogo griego. Vio cómo mataban a su familia y ese recuerdo tan fuerte le enturbia la vida hasta que se encuentra a una mujer maravillosa. Ya es un viejo cuando la ve desnuda en su cama. Le dice, cito de memoria: “Llegaste a mi vida varios años tarde, me da gusto verte”.
A mí, que soy glotón, esta frase me encantó: “Una casa es como un cuerpo, su corazón es la cocina” y, una más, la última, se la dice su hermana muerta para darle una especie de permiso para ser feliz, que implica dar más importancia a la felicidad que al dolor: “El mérito de la madera no es arder, sino flotar”.

***
El maestro y Margarita es la gran novela de Mijail Bulgákov publicada, por la ceguera de su tiempo, cuando éste ya no pudo verla impresa. Murió en 1940 y el libro fabuloso se publicó en 1966. Imposible resumirla. Para lo que quiero contar basta con la simplificación de una de sus tramas. El diablo —Voland— y una pequeña comitiva visitan Moscú. Entre otros, y por complacer a Margarita, conocen al maestro; éste ha publicado una novela sobre Poncio Pilatos. La crítica lo ha hecho pedazos y él ha decidido retirarse de la literatura. El deseo de Margarita, mujer casada que abandona a su marido, después de acompañar a Volant a su baile satánico, es vivir para siempre con el maestro. Los hacen morir y los llevan hasta un lugar del cielo donde hallan a Pilatos sufriendo una eterna culpa por no haber salvado a Jesús (Joshúa en la novela). Voland y Jesús la han leído y ella, la ficción inventada por el maestro, ha puesto a Pilatos en el lugar donde está.
Voland dice al maestro que sólo él puede liberarlo con una frase que cambie su tormento. El maestro dice: “¡Libre! ¡Libre! Él te espera”. Y eso logra el milagro. La literatura, pues, según Dios y el Diablo, en la novela de Bulgákov, transforma, libera, cambia el destino del mundo.

La película Expiación, deseo y pecado (basada en la novela de Ian McEwan) aborda más o menos la misma temática. En ella Robbie (James McAvoy) es acusado y encarcelado injustamente por una violación que no cometió. Su acusadora es una niña de once años, enamorada de él y emponzoñada por los celos: le ha visto haciéndole el amor a su hermana Cecilia (Keira Knightley). Robbie y Cecilia con el paso de los años se convierten en soldado y enfermera; se buscan para vivir juntos y derrotar con su amor las consecuencias que la maldad infantil trajo a sus vidas. La niña crece atenazada por los remordimientos y consagra esfuerzos vanos en la búsqueda del perdón.
Cuando ya es una anciana publica una novela (ya ha publicado una veintena antes), que se llama Expiación, donde cuenta cómo, pese a su mentira, su hermana y su cuñado lograron consumar su amor, vivir juntos. En una entrevista de televisión, sin embargo, confiesa que eso nunca ocurrió: Robbie y Cecilia murieron jóvenes, por desgracias distintas, sin poder volver a verse. La cinta mezcla con sabiduría escenas de la realidad y de la novela, con puntos de vista que no siempre coinciden. Hemos visto cómo ellos se encuentran y luego, cuando la novelista confiesa la verdad, cómo murieron sin encontrarse. “Y por eso —dice la novelista, cito de memoria— quise cambiar su destino; como expiación a mi mentira hice que en mi novela fueran felices”.

Algo así ocurrió con mi novela Mar en movimiento. En ella inventé a un gato, José Cariñito, que me serviría en la trama para un acto específico. El asunto es que se me fue haciendo simpático y ganando páginas, notoriedad. Me di cuenta que el micho podía echarlo todo a perder y decidí matarlo. Justo la noche en que subí a mi biblioteca (vivía en Tuxtla) para su exterminio, más o menos de madrugada, por la puerta abierta entró un gato real: flaco, con pocos pelos y un maullido tembloroso que me asustó.
Me levanté para echarlo y en ese momento me di cuenta que yo había inventado con simpatía a un gato y que iba a tratar mal a uno que tenía una existencia verdadera (y miserable, por lo que podía notarse). Me puse en cuclillas y, en homenaje a mi mamá que usualmente conversaba hasta con las gallinas, le hablé:
—No te subas a mi sillón, porque vas a mancharlo; quédate aquí donde estás, échate.
El minino me vio con su rostro famélico y luego de dos maullidos asmáticos hizo lo que le pedí. Un par de horas después salió arrastrando su lastimosa anatomía.
Al día siguiente, en el desayuno, le platicaba lo anterior a mi mujer y a mi hija; como si lo hubiera invocado, el gato apareció. Mi hija dio un grito al verlo y como se dirigiera a ella, se puso de pie sobre la silla. El gato saltó allí, precisamente, y mi hija, casi en un ataque de pánico —era una niña—, rodeó la mesa y fue a refugiarse en mis brazos. El felino se acomodó y al parecer, según dijo mi mujer que lo espió por debajo del mantel, se quedó dormido.
Terminamos de desayunar. Fui a cepillarme, arreglé mis cosas, di un beso a mis amores y cuando estaba abriendo la puerta de la calle para ir al trabajo, mi mujer me alcanzó y me dijo en un tono de extrañamiento:
—El gato está muerto.
Regresé con ella y la ayudé, creo, a poner en una bolsa el cadáver del extraño animal que decidió, sin aspavientos, ir a morirse en una de las sillas de nuestro comedor. Su muerte silenciosa me dio vueltas en la cabeza todo el día y en la noche, cuando subí de nuevo a escribir mi novela, en honor al gatito anónimo que llegó con nosotros para compartir sus últimos momentos hice que José Cariñito, el micho de mi ficción, no sólo no muriera, sino que viviera feliz en casa de una familia que lo quería.

***
Aunque no todos los gordos son simpáticos ni todos los jóvenes audaces ni todos los viejos sabios, Marcel Proust en el volumen seis (La fugitiva) de su monumental En busca del tiempo perdido (Alianza Editorial, 1998:150) dice: “A partir de cierta edad, nuestros recuerdos están tan enmarañados unos con otros que las cosas que pensamos, el libro que leemos ya no tiene importancia. Hemos puesto algo de nosotros mismos en todo, todo es fecundo, todo es peligroso, y podemos hacer en un anuncio de un jabón descubrimientos tan valiosos como en los Pensamientos de Pascal.”

Ilustración: Manuel Velázquez.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com




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