¿Pinocho?

¿Pinocho?
De ningún modo, es el canshapito posando con una su mascarita de parachiquito

lunes, 28 de junio de 2010

Casa de citas (VII)


La guerra
Héctor Cortés Mandujano

En El vestidor (1983, dirección de Peter Yates, con Albert Finney y Tom Courtenay) un viejo actor de teatro, lascivo, caprichoso y tirano, especialista en obras de Shakespeare, comienza a confundir su mundo con los textos del bardo inglés. Cuando lo internan y lo van a inyectar para que duerma se exalta y avienta todo mientras declama un famoso diálogo de Macbeth, que cito de memoria: “Glamis no podrá dormir, Cawdor no podrá dormir, Macbeth no podrá dormir, Macbeth ha matado el sueño”; después confunde el maquillaje de Otelo (que era moro, de piel oscura) con el viejo rey Lear, cuya dificultosa puesta en escena ocupa buena parte de la película. El primer actor, sin embargo, no es la estrella de la cinta, de clara prosapia teatral, sino su ayudante, su vestidor.
Norman es un amanerado generoso, simpático, inteligente y el verdadero motor de la miseria humana (magnífico en las tablas, eso sí) que tiene como patrón. Pese al desconsuelo social (la cinta se ubica en los días de gloria de Hitler, en una Inglaterra capitaneada por Churchill) Norman es alegre y optimista: “El optimismo, le dice una de las actrices, es una enfermedad”. Tom Courtenay, el actor que lo encarna, es francamente magistral, como esta frase que Norman dice cuando le ordenan que salga a anunciar la función: “Mi memoria es como la policía: nunca está cuando la necesito”.

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Hace tiempo, y por algo que no viene al caso, leí El arte de la guerra, de Sun Tzu, y como si eso hubiera sido una convocatoria invisible sobre el tema leí casi en forma sucesiva varias novelas que tratan sobre lo mismo: la matanza de hombres por hombres, sin más pretextos que imponer el poder de una nación sobre otra. Así, entre otras, pasaron por mis ojos La velocidad de la luz, de Javier Cercas; El cortejo nupcial helado en la nieve y Tres cantos fúnebres por Kosovo, de Ismaíl Kadaré; Vida y época de Michael K, de J. M. Coetzee; La destrucción de todas las cosas, de Hugo Hiriart, y Memoria de elefante, de Antonio Lobo Antunes. Las mejores páginas que recuerdo de este grupo novelístico corresponden a Cercas y Coetzee.
Los motivos de Caín (Era, 1979), de José Revueltas —texto singular en su obra novelística—, cuenta el fragmento de historia de un sargento, se supone que real (Jack Mendoza le contó al autor, en una cantina de Tijuana, los motivos de su deserción del ejército norteamericano), que en su brevedad inicia y concluye redondamente. Fuera de la captura y tortura del invencible Kim, nodal en la trama, algo que me llamó la atención, dado mi amor por los perros, es lo que Jack cuenta de los coreanos (p. 80): “Los coreanos acostumbran comerse a los perros, y éstos, por tal razón, en Corea no son animales domésticos sino bestias tristes y llenas de odio, que jamás se ven vivos en ninguna población, por más inofensiva que sea para ellos. Los coreanos salen a cazarlos en los bosques, y luego los devoran muy en paz, mientras una sonrisa oblicua baila de satisfacción en sus pequeños ojos. No son fuertes, sino unos perros flacos, muy pobres, y que comen excremento humano, por lo que los campesinos acostumbran, igualmente, dejarlos llegar hasta las fosas sépticas, donde les permiten engordar para darles muerte en el momento oportuno”.

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En las raras veces en que me levanto muy temprano, es decir, antes de que salga el sol, he encontrado en el trasto donde ponemos agua a nuestras perras a una ranita, con las patas abiertas, flotando en la superficie; allí, es evidente, pasa las noches. Hace poco, en un charquito que quedó debajo de una de las llaves de agua del jardín, descubrí a un pajarito regordete dándose un baño. Hace tiempo noté que mi gato Zapata (enorme, gordo y burgués) dejaba algo de su alimento para una culebra que llegaba a comer en el mismo plato que él. Ah, los animales, maravillosos y felices, pese a todo.

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Le comenté a una amiga que leí, en Oaxaca, una playera que decía más o menos así: “El pene es buen alimento: tiene un par de huevos, produce leche, huele a pescado y sabe a pollo.”
Sopesó con seriedad la frase y concluyó, con base en su experiencia erótica:
—A pollo cocido no, tal vez a pollo crudo; pero no sé, yo nunca he probado el pollo de ese modo.

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Mickey Sabbath, el gordo y sexagenario protagonista de El teatro de Sabbath, de Philip Roth (Punto de lectura, 1997) es vicioso, amoral, adicto al sexo, complejo. Entre otras cosas, habla con su madre muerta, quien, al contrario de cuando estaba viva, ahora tiene opiniones ideológicas (p. 221): “Ideología, nada menos. Qué instruida se había vuelto en la otra vida. Debían de darles cursos”. La mamá incluso llega a ser fatigosa, le dice MIckey (p. 223): “Déjame en paz, cállate. No existes. Los fantasmas no existen”. Y ella le responde: “Te equivocas. No hay más que fantasmas”.
Robert de Niro en la cinta Están todos bien (nueva versión de la peli, con el mismo título, protagonizada por Marcello Mastroianni) es viudo; su médico, porque él lo hace, le pregunta si habla con su esposa muerta. No, responde; sin embargo, casi de inmediato el espectador descubre que la información que oímos en off, del personaje de Robert, está dirigida a su desaparecida cónyuge.
Una amiga me contó que su papá le confesó que él habla todos los días, antes de dormir y apenas despertarse, con su mamá difunta. Es decir, no hay más que fantasmas.

La novela tiene también otros paraderos interesantes. Aquí habla del feminismo (p. 366): “El tercer gran fracaso ideológico del siglo veinte. La misma bazofia. Fascismo, comunismo y feminismo. Movimientos ideados para enfrentar a un grupo de gente con otro. Los buenos arios contra los malos de otras razas que los oprimen. Las mujeres buenas contra los hombres malos que los oprimen. Quien tiene ideología es puro y bueno y los demás son malos. [...] Dentro de veinte años habrá una nueva ideología. Los seres humanos contra los perros. Los perros son culpables de que la gente viva como vive. ¿Y qué habrá después de los perros? ¿A quién culparemos de corromper nuestra pureza?”
Y aquí de la felicidad (p. 374): “La revisión de la literatura sobre el tema muestra que la felicidad es estadísticamente anormal, consiste en una agrupación discreta de síntomas, se asocia con una gama de anormalidades cognitivas y probablemente refleja el funcionamiento anormal del sistema nervioso central”.

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Cumplí años y las primeras felicitaciones formales que recibí, con semanas de anticipación, fueron de Cinépolis y de Hotmail. Ah, si mi abuelita viviera moriría al ver la modernidad cibernética, fría por definición, tratando de parecer cálida.

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Efraín Bartolomé, poeta, escribió (Cantos para la joven concubina y otros poemas dispersos, 1991) sobre Robertoni Gómez, escultor, cuyas gracias no son precisamente físicas. Dice Efraín (p. 50): “Tiene el rostro tallado a golpe de hacha/ pero su esencia se llama suavidad”.
En Almas muertas (RBA Editores, 1995), Gógol describe a un hombre poco agraciado (p. 82): “La Naturaleza forjó sin pensarlo mucho, sin recurrir a herramientas delicadas como la lima, el punzón y demás, sino que las hizo a hachazos: descargó un hachazo y salió la nariz, de otro salieron los labios, con una barrena gruesa le taladró los ojos y, sin entretenerse en pulir su obra, la lanzó al mundo diciendo: ¡Vive!”


Ilustración: Manuel Velázquez.

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

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